sábado, 1 de enero de 2011

Ingreso al Sistema Nacional de Creadores de Arte - Conaculta / 2011-2013


Identidad en el laberinto de la memoria
La Historia con mayúscula, la que nos involucra a todos, es una trama de coincidencias que deciden y definen la historia personal de cada individuo.
La urdimbre de relaciones entre España y México comenzó a tejerse con el encuentro de estos dos mundos en 1511, cuando Gonzalo Guerrero naufraga en tierras que hoy son mexicanas. Gonzalo Guerrero moriría peleando contra los conquistadores al defender la tierra y la cultura que hizo suyas, por lo que sería conocido como el padre del mestizaje. El símbolo más enigmático de esa unión es, quizá, la casa de Hernán Cortés en Antigua, Veracruz, porque es precisamente ahí donde la ceiba, árbol sagrado para la cultura indígena se entrelaza profundamente a la primera construcción europea en tierra firme americana, al grado que los dos elementos dependen uno del otro para existir; como la esencia misma del mestizaje. Se gesta así un país mestizo que iniciaría su independencia hace ya 200 años y que sin embargo no ha definido por completo su identidad mestiza, aún y cuando todos los mexicanos, en menor o mayor medida, lo somos.
Mi historia personal no está exenta de ese mestizaje: mi abuelo paterno, español, llega a México en 1929. Solo y sin contacto alguno se enfrenta a su nueva realidad; sabía hacer pan y, con la entereza del inmigrante, consolida una familia y define su destino. De cualquier manera, inmediatamente después de finalizar la segunda guerra mundial, regresa con su familia a España con el objeto de retomar su origen, pero algo en su identidad propia había sido trastocado. Fue recibido como "el americano" por su propia gente, en su propia tierra y luego de intentar el arraigo regresa a México donde moriría pocos años después sin dejar de ser "el gachupín". En el barco, de vuelta a México, le aconsejó a su hijo de siete años (mi padre), quien ya ceceaba por el tiempo vivido en España, que a partir de ese momento debía hablar como mexicano y asumirse como tal, confiriéndole suma importancia al asunto de la identidad personal. Mi padre escucharía el consejo y él me educaría a mí mismo en ese sentido.
Sin embargo en el hogar de mi padre se mantendría la morriña, como los gallegos llaman a la nostalgia, que mi abuelo supo imprimirle a su familia. Así pues, siendo yo mexicano de origen, de contexto, de educación, mi formación estuvo marcada por los referentes de mis raíces españolas. Mi abuelo paterno murió muchos años antes de mi nacimiento, sin embargo su presencia fue muy importante: las anécdotas de familia, de la guerra civil española, los recuerdos de Galicia, solían acompañar las reuniones familiares. Pero sobre todo, la leyenda del Castelo como se le conoce a la casa del abuelo en España, creó un mito en mi imaginería personal... podía describirla aún y cuando mi primera visita, a los dos años de edad, estaba perdida en mi recuerdo. Se fue gestando así mi necesidad imperativa de viajar, de ver, del eterno retorno aunque no hubiese lugar al cual regresar. A la larga, esa casa sería un punto de referencia mítico en el laberinto de mi memoria.
Pero mi identidad, mi memoria vivencial, la de la realidad inmediata, se iría construyendo a partir de otro eje: San Lorenzo Acopilco, un poblado montañoso al poniente de la Ciudad de México, por donde pasa el río en el que fuera lanzado el corazón de Copil, mismo que fue arrastrado por las corrientes hasta el montículo sobre el cual un águila devoraría una serpiente, definiendo así el sitio exacto en que los aztecas fundarían Tenochtitlán. Ahí también fui receptor de leyendas y tradiciones locales, con el paso de los años se irían extendiendo los referentes culturales que me definen como mexicano.
Ese es el contexto en que se iría formando mi propia identidad; entre el allá mítico y el aquí tangible, dos ejes complementarios que se fusionan en el laberinto de mi memoria. El primero alimentaría mi necesidad de movimiento, el segundo fijaría un punto de referencia por el resto de mi vida.
En el 2001 viajé a Galicia por unos cuantos días en los que, por supuesto, visité El Castelo. Me sorprendió mucho que ese recuerdo construido, respondiera tan fehacientemente a la realidad, conocí parientes y recorrí muy superficialmente algunas ciudades de la región. Regresé en el 2003 pero, como la primera vez, en un viaje fugaz, inscrito dentro de otro viaje por otros países y con objetivos precisos, como el montaje de una exposición o la presentación de un libro.
Los extremos se tocan finalmente cuando en el 2009, gracias a la ley de memoria
histórica, pude optar por la nacionalidad española sin perder la mexicana. Laberintos que se unen en espirales encontradas que determinan mi historia personal de ese otro mestizaje, más allá del genético, que me define y me transforma. La serpiente se muerde la cola y mi propio nombre, de hecho, responde esencialmente a ello: Pedro, herencia de mi abuelo español y Tzontémoc como contrapunto indígena, a la manera de la mayoría de los pueblos mexicanos que tienen un nombre español y un "apellido" autóctono; como San Lorenzo Acopilco.